Hemos revisado tres columnas de opinión sobre la pobreza en
Chile. La primera, "Desigualdad en Chile (...)", plantea que el
principal problema en Chile, más que en la pobreza en sí misma está en la
desigualdad entre ricos y pobres. Esta columna se centra en el argumento de que
el promedio del nivel de ingreso puede ser bueno, pero que esconde diferencias
extremas.
La segunda columna, "Una nueva cara (...)",
también habla sobre la desigualdad entre ricos y pobres, pero esta vez aporta
el hecho de que esa diferencia es también emocional: los pobres son más
infelices, se sienten más solos, se sienten vulnerados, etcétera.
Por último, la columna "La Falacia del Termómetro
(...)" trata acerca de cómo el uso de la encuesta CASEN como medidor de la
pobreza es erróneo en tanto solamente mide la capacidad de adquirir bienes,
siendo un medidor unidimensional. Los autores de esta última columna proponen
el uso de algún mecanismo de medición multidimensional, que considere
los gastos de las personas, su calidad de vida, sus posibilidades de tener una
educación, vivienda y salud, etcétera.
Pero,
a pesar de ésta mirada crítica de las tres columnas sobre la pobreza y la
desigualdad en Chile, parecen estar dejando algo afuera: ¿Es acaso el dinero lo
único que importa?
Como
dijo Gustavo Petro, alcalde de Bogotá: “País desarrollado no es aquel donde los
pobres tienen carro, sino donde los ricos usan el transporte público”[1]. En mi opinión, el foco de la política pública
debe ser el de crear las mismas oportunidades
para sus ciudadanos: sistemas públicos de salud, transporte y educación de
excelencia, subsidios de viviendas de buen nivel, fomento de actividades
culturales, etcétera. Con las mismas oportunidades, las diferencias –tanto monetarias
como emocionales o espirituales- se irán acortando progresivamente.
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